miércoles, 18 de septiembre de 2013

La manzana que pregunta

Le fils de l’homme, René Magritte, 1964
La manzana molesta. Las manzanas no son así, verdes, redondas al compás, con tantas hojas. Ésta es una manzana histérica: atrae la mirada, pero no deja ver el rostro. Interfiere, exaspera.
El hombre del bombín (el anacrónico hombre de bombín, como el de Chaplin) permanece calmo. El impecable paletó cae impertérrito. Las mangas llegan adonde deben llegar, ni un centímetro más. La corbata se ahoga apretada por el cuello almidonado como si fuera de celuloide.
La imagen es, entonces, el cruce de la manzana que molesta y la calma metafísica del hombre de bombín. Un oxímoron.
René Magritte, viejo truhán, sabía lo que hacía. La manzana pregunta. Abre el misterio de los velos. Hay un rostro aparente, la manzana, y un rostro que, curiosamente, no es real porque dispara la multiplicidad de lo posible. La manzana deja en suspenso la identidad. Es un rostro imaginario que se forma en el deseo de la mirada del que mira. 
Cada cosa que vemos -decía Magritte, el hijo del hombre, puesto que éste es un autorretrato-, esconde otra. Es una especie de batalla entre lo visible escondido y lo visible aparente.
Sin el deseo de lo escondido, pues, no habría realidad. Es más, la condición misma de la existencia del cuerpo (y de todo lo demás) es el misterio.













René François Ghislain Magritte (1898/1967) en 1965